
Los “procesos” son realmente desiertos, y nosotros somos como el pueblo de Israel. Es así porque son difíciles y en ellos sufrimos carencias materiales y barreras físicas, pero sobre todo por su carácter liminal, del latín limen, que significa, entre otras cosas, “umbral”, un lugar intermedio. El libro de Números tiene mucho que decirnos acerca de este tipo de lugares y de quién es Dios cuando nuestra vida está en ellos, tan solo la palabra desierto (מִדְבָּר) aparece en él unas cuarenta y cuatro veces y le da nombre en hebreo: במדבר [Bəmidbar], «En el desierto».
Como Levítico, Números es difícil de comprender para nuestra sensibilidad moderna. Demasiados nombres, cifras, leyes… Pareciera una conspiración en nuestra contra. ¿Se supone que debemos leer esto, entendenderlo y, de alguna manera aplicarlo a nuestra vida? Sí, pero reconozco que puede ser difícil y abrumador.
Números sigue siendo un libro de legislación; por ejemplo, tenemos las leyes sobre la restitución y los celos (cap. 5), el voto de los nazarenos (cap 6), el sostenimiento de los sacerdotes y levitas (cap 18), la purificación de los inmundos (cap 19), etc. Todas estas leyes pueden no aplicar para nosotros hoy, pero su establecimiento nos provee una enseñanza general: Dios nos guía con sus normas, con sus límites. Dios da un montón de instrucciones a los israelitas antes de iniciar el viaje, durante su tiempo en el monte Sinaí y luego que parten de él en su trayecto por el desierto de Parán y su posterior estancia en Moab. No dice todo al mismo tiempo, sino cuando es apropiado y necesario. Esta es una constante durante toda la Biblia, Jesús mismo fue revelando progresivamente quién era y qué significaba su encarnación. ¿Qué implicación tiene esto? Que estamos obligados a depender constantemente de Dios, él no nos manda al desierto con el manual completo de instrucciones y nos deja que no las arreglemos como podamos, él está con nosotros constantemente. Alguien pudiera decir que el manual completo es la Biblia, ahora que tenemos la revelación especial completa no necesitamos nada más. Sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que la revelación no puede ser correctamente interpretada sin la asistencia del Espíritu Santo: seguimos dependiendo de él para que nos hable.
Por otra parte, Números es más narrativo que Levítico y nos da historias bien interesantes y jugosas, como la de Aarón y María hablando en contra de Moisés, un típico drama de celos que, sin embargo, revela una verdad fundamental: aun los líderes más especiales pueden tener detractores, incluso dentro de su propia familia y círculo ministerial. La murmuración de los hermanos de Moisés es una de las marcas de una temática más grande en el libro: la rebelión. Si ya veíamos a un Israel rebelde en el Éxodo, aquí verdaderamente todo se tuerce.
El problema está en que en este momento los israelitas tienen que empezar a actuar como el pueblo de Dios porque ya han sido consagrados, tienen su tabernáculo construido y las leyes para operar en él. ¿Quién es este pueblo que Dios ha escogido para llevar su nombre? Un pueblo grande, como lo demuestra el censo realizado al inicio (cap. 1-3); son los descendientes de Israel, por sus casas y tribus, con sus jefes, y los levitas apartados para el servicio en el tabernáculo. Al final del capítulo 6 se da la bendición sacerdotal y en el capítulo 7 se consagra finalmente el altar, para ello cada jefe de tribu trae la misma ofrenda:
Para la ofrenda de cereal presentó un plato de plata y un tazón de plata, llenos de harina refinada amasada con aceite.
Según el peso oficial del santuario, el plato pesaba ciento treinta siclos y el tazón pesaba setenta siclos.
También presentó una bandeja de oro de diez siclos, llena de incienso.
Para el holocausto presentó un ternero, un carnero y un cordero de un año.
Para el sacrificio por el perdón de pecados presentó un macho cabrío. (cap. 7 NVI)
Estas palabras se repiten con cada jefe de tribu que se aproxima al tabernáculo. También se nos cuenta cómo los israelitas podían observar la presencia de Dios mediante el milagro constante de la nube y el fuego:
El día que fue erigido el tabernáculo, la nube cubrió el tabernáculo, la tienda del testimonio, y al atardecer estaba sobre el tabernáculo algo que parecía de fuego, hasta la mañana. Así sucedía continuamente; la nube lo cubría de día, y la apariencia de fuego de noche. Y cuando la nube se levantaba de sobre la tienda, enseguida los israelitas partían; y en el lugar donde la nube se detenía, allí acampaban los israelitas (9. 15-17).
Me es difícil imaginar cómo se puede vivir continuamente con la señal de la presencia de Dios y aún así fallar en rebelión. Esto hasta que pienso que yo también tengo señales constantes de la provisión y presencia de Dios en mi vida, hay señales por todos lados de que él está conmigo, en algunos momentos posiblementes más claras que la nube y el fuego en el tabernáculo, y aún así muchas veces yo me rebelo a su voluntad.
Luego los israelitas salen del Sinaí, a partir de este momento todo empieza a ir terriblemente mal. Si recordamos de libros anteriores es en el Sinaí donde el pueblo es consagrado y literalmente Dios se les aparece en el monte para darles los Diez Mandamientos. Este encuentro, la consagración de sus vidas, la construcción del tabernáculo, nada hace que el pueblo deje de ser lo que era antes. En el capítulo 11 se quejan de que solamente comen maná, y están aburridos de eso, desean comer carne; Dios, en su infinita paciencia, envía codornices para saciarlos. En el capítulo 12 sucede el altercado con Aarón y María y en el capítulo 13 y 14 el tren termina descarrilándose. Doce espías enviados por Moisés a explorar la tierra prometida vuelven con noticias. Diez de ellos son extremadamente pesimistas:
Fuimos a la tierra adonde nos enviaste; ciertamente mana leche y miel, y este es el fruto de ella. Solo que es fuerte el pueblo que habita en la tierra, y las ciudades, fortificadas y muy grandes; y además vimos allí a los descendientes de Anac.
En otras palabras: “Esta tierra es buena, justo lo que Dios nos dijo que sería, pero es demasiado para nosotros, no lo lograremos”. ¡¿Tan pronto habían olvidado las diez plagas de Egipto, el Mar Rojo abierto, el maná diario, las codornices y la presencia misma de Yahvé sobre el tabernáculo?! A pesar de las palabras alentadoras de Caleb, el pueblo se rebela con la misma falta de fe que los espías incrédulos. Dios se aira con ellos y desea destruirlos, pero Moisés interviene pidiendo misericordia, así que solo reciben un castigo más moderado: vagar cuarenta años por el desierto y morir en el desierto; solo los hijos de esa generación heredarían la tierra. No creen en el poder de Dios, pero al recibir este castigo quedan obligados a seguir dependiendo de su providencia para las necesidades más mínimas: comida y agua.
Por supuesto que se siguen rebelando y Dios los sigue castigando. En los capítulos 16 y 17, por ejemplo, se nos narra la rebelión de Coré y sus consecuencias. Incluso Moisés termina rebelándose contra Dios al golpear la roca para sacar agua en lugar de hablarle como se le había ordenado (cap. 20). Pero junto con el castigo divino también somos testigos de la bondad y la salvación divinas. Cuando el pueblo murmura contra Dios y Moisés, son atacados por serpientes (cap. 21), pero hay una solución: Yahvé manda a Moisés a hacer una serpiente de bronce (un símbolo veterotestamentario de Cristo y su obra salvífica según Juan 3.14-15); todo aquel que la mire no morirá.
Incluso cuando el pueblo de Israel es desobediente y rebelde, Dios está con ellos y no permite que sean maldecidos. Ese es todo el punto de la historia del rey moabita Balac y el profeta Balaam. El rey siente que los israelitas próximos a su tierra son una amenaza y desea que sean maldecidos por el profeta. Sin embargo, en lugar de maldición Balaam pronuncia cuatro bendiciones consecutivas sobre Israel, no por su propia voluntad, sino porque solo puede hacer lo que Yahvé le diga que haga, de hecho, antes de decir la tercera bendición se nos cuenta que el Espíritu de Dios vino sobre él.
Ese Dios que se aira por el pecado, ese Dios que castiga, también es un Dios que bendice, que sustenta, que muestra su gloria en su amor y su paciencia, que es lento para la ira y grande en misericordia. Tanto es así que en libro de Números tenemos una historia de redención: un segundo censo justo antes de tomar la tierra prometida (cap. 26), este pueblo sigue siendo tan grande como las estrellas del cielo. Además, tenemos una nueva relación de leyes para esta generación, adaptada a su circunstancias y preocupaciones presentes. Los padres murieron en el desierto, pero los hijos están aquí para recibir la promesa, Dios no se olvida de su pacto.
Dios tampoco se olvida de su pacto con nosotros en el espacio liminal que transitamos, en el desierto que es nuestra vida. Ya fuimos consagrados, pero aún no hemos entrado a la tierra prometida: estamos en el umbral. Tampoco se olvida de nosotros ni deja de cuidarnos y proveernos en cada uno de los desiertos pequeños. Por ejemplo, ser estudiante universitario es un desierto: ya estás en el camino profesional, pero todavía no estás completamente calificado. Los procesos migratorios son desiertos: tienes planes y sueños en otro lugar, pero todavía estás en este. Cualquier circunstancia de incertidumbre, espera, vulnerabilidad, nos pone en la misma posición que los israelitas. No seamos como los que mueren en el camino: confiemos en Cristo, miremos a él, percibamos las señales visibles de su presencia.